Isidora Aguirre
(1919-2011)
Todas
las semanas me bajaba en Metro Irarrázaval y caminaba unas cuantas cuadras
hasta calle Rengo. Ahí doblaba hasta llegar al segundo piso de un antiguo
departamento con escaleras de madera y ventanas arboladas. Yo tenía llave, pero
por educación siempre tocaba primero. Era como ingresar a una dimensión
paralela pues entraba a un pasillo con crujiente piso y paredes tapizadas de afiches de teatro,
recuerdos y libros.
Su
habitación era de placer adictivo. Tenía un doméstico collage de fotografías
pegadas en la muralla, donde se distinguían cada uno de los integrantes de su
enorme familia, una de su señor ex - marido español, y de otras decenas de
conocidos personajes del mundo
intelectual y artístico, todos los que alguna vez conoció, admiró o amó. Una
ventana igualmente arbolada, como las anteriores, pero en su cornisa había
anidado una pajarita, y en lo alto de la pared casi frente a su cama, se
encontraba mi afiche favorito, de colores negro y rojo, donde sólo se leía:
“CONVERTIR LO ADVERSO EN VERSO”. Lo había adquirido de ocasión…
A
veces la encontraba en cama, recién despertando de su siesta, pero la mayoría
de las veces estaba sentada en loto frente a su computador, respondiendo mails,
transcribiendo notas propias o reclamando por la impresora. Ahí me hacía sentir
como su superhéroe, cuando lograba ayudarla en esas insignificancias técnicas,
y me sentía derretir de orgullo cuando me pedía que la ayudara, cuando me
mandaba sus escritos o me pedía ideas para difundir su trabajo. ¿Qué podía
difundir yo de ella? Si todos los días la llamaba alguien para conocerla, para
entrevistarla o para distinguirla con algún reconocimiento?
“Es que
yo no soy sólo la Pérgola. La
gente conoce sólo eso de mi, pero no sabe ni cómo me llamo”.
Mientras le hacía los masajes, escuchábamos a
Amancio Prada o las Partitas de Bach, y conversábamos durante horas convertidas
en minutos, así, por dos años. Fui
privilegiada siendo quien la acariciara con tal libertad, sabiendo que la punta
de sus dedos habían tocado tanta historia; me sentía como tocando el piano. Yo siempre salía de ahí de noche a tomar la
micro. Era tan entretenida que yo me olvidaba de mis problemas y de todo lo
demás. Me contó miles de anécdotas, yo creo que fueron las tantas que le narró
a la escritora que posteriormente se hizo cargo de su obra. Pero también, mucho
de lo que me contó, fue con la promesa de no repetirlo, así que me quedé con lo
mejor que pudo dejarme: libros, abrazos, risas, un chaquetón que me tejió para
que no pasara frío y un pequeño encargo: “Algún
día escríbeme algo a mí”.
Marenas
Vallejo