En octubre me oculté en una pieza de Ñuñoa. Un segundo piso de la casa de mi abuela. Fue bueno porque aveces salíamos a comprar por ahí (en algún almacén de esos raros, con gente muy amiga y donde venden desde huevos de campo hasta bugambilias). Así mismo fue como compré varias plantitas que nunca florecieron pero que alcanzaron a acompañarme durante esos días de eterna sombra. Salíamos también a caminar por el parque Juan XXIII, pero sólo unos metros porque mi abuela está viejita y yo estaba con una guata del tamaño del mundo. Entonces nos sentabamos en un banco de ese maravilloso lugar y observabamos los pájaros mojarse en las pozas. Mi abuela me hablaba y me traía a la realidad, así como cuando uno tira el hilo del volantín. Me sacaba de las pesadillas y me hablaba de árboles, de abandonos y de hermanos perdidos.
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